Me llevó más de 20 años aceptar aquella decisión tomada en el gobierno de Alfonsín que obligaba a los conductores de automóviles a usar el cinturón de seguridad y a los motociclistas, el casco.
En verdad preservaba mi libertad de decidir cómo cuidaba o no mi vida, mientras esto no perjudicase a terceros.
Porque si mi auto volcaba, y yo me golpeaba malamente por no usarlo, sólo a mí me afectaba (y quizás a mi familia).
Y en el casco de las motos, de dudoso beneficio, porque quita visibilidad y oído, percepción en general, veía casi con comicidad el hecho de que, si alguien se accidentaba y volaba de su vehículo, era doblemente peligroso, munido de su casco, con el que podía golpear como martillo a cualquier desprevenido transeúnte.
Insisto, cada uno vive o se mata del modo que mejor lo desee, si esto no embroma a terceros.
Pues bien, terminé comprendiendo que había una razón económica, que decía que finalmente el Estado y sus hospitales iban a terminar atendiendo a aquellos imprudentes incumplidores y, por lo tanto, el perjuicio ameritaba la toma de precauciones para evitar el default público.
Lo comprendí, y lo acepté, a regañadientes, pero lo acepté.
Y cuando lo logré, resulta que, en una nueva sorpresa, el gobierno despenaliza la tenencia y el consumo de drogas.
¿¿¿¿Qué ha pasado????
¿¿¿Adónde fue a parar mi teoría tan largamente pensada y asumida????…
Piensen ustedes adónde fue a parar…
Porque el consumo maldito de estas substancias manda a las camas de los hospitales, cuando no a los institutos psiquiátricos, o a las mismas cárceles, a 10 veces más personas que los accidentes de tránsito…
¿¿¿Qué ha pasado????
Nada más que la repetitiva y rutinaria coherencia del desmadre de las instituciones.
Que lejos de aleccionar sobre la reproducción controlada y seria, premia el número de hijos, sean éstos deseados o no, estén cautivos de su propia miserabilidad o no.
Que más lejos aún de proporcionar herramientas que permitan producir, sigue entregando como ofrenda la dádiva indigna, que termina convirtiendo en cómplice a todo aquél que la recibe, y más tarde, en soldado indeclinable de la causa.
Y que más lejos de todo todavía, no entrega una sola señal de control, persecución y castigo de aquel deshonesto que se queda con los dineros del Estado o sus contribuyentes, porque la norma hoy, afianzada por los programas de televisión pulcramente seleccionados y apoyados oficialmente, demuestra que lo único que vale y luce es el éxito del logro, más allá de las herramientas con que se obtuvo.
Y entonces, con planes gratuitos de retribución de la nada entregada,
¿quién será el valiente que rompa lanzas despreciando la limosna corruptora?
El laberinto urdido es muy difícil de eludir… rarezas de estos apocalípticos tiempos.
Norberto A. Velázquez
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