Soñé que no era yo el que estaba dentro del mundo, sino que era el mundo el que estaba dentro de mí.
Con los ojos cerrados, podía recorrer los continentes y los océanos que me habitaban.
Aquí estaba Asia, aquí África, aquí Europa...
Iba de un continente a otro como el que va de su corazón a su hígado Y percibía, con la intensidad de un dolor de muelas propio, el terremoto del Japón y el tsunami posterior, así como las grietas de aquella realidad que desde la televisión y los periódicos resultaba tan distante.
Comprobaba dentro de mí el aumento de la temperatura de las centrales térmicas y sentía cómo se fundían sus soportes de acero y cómo la radiación silbaba al escapar por las llagas de los sarcófagos.
Dentro de mí estaban Libia, y Egipto y Túnez.
Me cabían todas las montañas, todos los ríos y los valles de la Tierra.
Pero también dentro de mí podía escuchar, si me lo proponía, el silencio de un universo hueco, como las aulas de un colegio en pleno mes de agosto.
Comprendí dentro del sueño que cada día, al abrir los ojos, proyectaba hacia el exterior esa realidad interna creando la ilusión de que se encontraba fuera, de que me contenía: un efecto óptico, como el del Sol cayendo sobre el horizonte.
Entonces, aún dentro del sueño, me di cuenta de que yo era Dios, un Dios triste y solo, un Dios abandonado, un Dios gordo y cutre y aburrido, que combatía su soledad, su miedo, su agonía, imaginando dentro de sí un universo que al abrir los ojos se colocaba fuera.
Todas aquellas criaturas con las que me cruzaba, por ejemplo, en el Corte Inglés (una de mis invenciones más alucinantes) eran en realidad espejismos.
El cosmos estaba desierto, vacante de todo cuanto no fuera yo.
Desperté horrorizado y al atravesar la frontera entre el dentro y el afuera de mí mismo, el Dios cutre del sueño devino en un pobre diablo.
Juan José Millás
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